Life is good


Fui mozo en un restaurante italiano de Key Biscayne. Era mi primer trabajo y me pagaban poco. Había entrado en guerra con el gerente, un mejicano marihuanómano y psicópata que también maltrataba al resto de los empleados. Servíamos las mesas de Stefano´s con Boris el croata y otros fugitivos de países destruidos. Yo era el único argentino. En junio de 2002 estrenaba mi estatus de inmigrante ilegal en suelo norteamericano.

El chef de Ecuador nos daba una mirada asesina cuando le pasábamos los pedidos. El Tiburón Salazar calmaba su ansiedad insultando. Insultaba a sus ayudantes, a los mozos, a él mismo, a sus parientes, a los comensales y hasta insultaba las criaturas marinas que sazonaba con maestría. La suma de aromas me producía hambre. El gerente nos prohibía conservar las sobras. Para no amargarme, cerraba los ojos cuando tiraba a la basura langostas enteras, trozos de pez espada, pulpo, atún, salmón y otros manjares.

Una noche me tocó servir a una pareja joven. Les llevé chardonnay del Valle de Napa, la entrada y el plato más caro del menú: “Terra e mare”. Entre las idas y venidas me contaron que se habían enamorado durante la producción de una película en Hollywood y celebraban su luna de miel. Se miraban con deseo, se acariciaban las manos, la plenitud se desbordaba en sus sonrisas, como si presagiaran un futuro pavimentado de logros. Aquella felicidad, tan ajena e intensa, representaba un espectáculo desmoralizante para mí, para Boris el croata y para los demás sirvientes escapados de países incendiados. De postre pidieron tiramisú y se me ocurrió una idea: tomé un pomo de salsa de chocolate y adorné los platos con la leyenda “Life is good”. Se deben haber conmovido porque me dejaron una propina de cien dólares. La recibí como un Premio Nobel.

Bajaron la intensidad de las luces. Comenzó a sonar la música. Durante el trasnoche, los clientes se renovaban. Llevé a las mesas vodka, whisky, tequila, cócteles. Los más borrachos se rehusaban a aceptar el final de la fiesta, como sucede en el resto del mundo. La madrugada me halló limpiando mesas y acomodando sillas. El olor a comida se mezclaba con el tufo a alcohol. Penetraba los manteles, las cortinas, el pelo y la ropa. Arrastraba mis pies de acá para allá. Los sentía hinchados como empanadas. Me pagaron por el día de trabajo y tuve otra idea…

Crucé a la playa, me senté bajo un cocotero, me quité los zapatos, las medias, los pantalones y la camisa. Jugué con mis pies en la arena fresca. Algunas gaviotas volaban rasantes. El horizonte fue cambiando de rosado a naranja. La salida del sol pintó un sendero plateado en el lomo del Atlántico. A Jesús, el primer surfista de la historia, le hubiera encantado caminar sobre el agua mansa. Supongo que el océano le pertenece a un banquero de Key Biscayne y a un inmigrante ilegal.

Salí corriendo en calzoncillos rumbo al mar. Avancé con largas zancadas sobre la escasa hondura sintiendo gotas saladas en mis labios. La brisa con perfume a yodo soplaba en mi rostro. Poseidón me alentaba y sus sirenas cantaban arrullos al compás del oleaje. Pisaba con determinación sintiendo la juventud en mi sangre. Lancé un alarido. No fue la sensación de libertad sino una punzada, como la cortadura de un vidrio. La planta del pie no sangraba aunque la intensidad del dolor escalaba. Volví sobre mis pasos con cuidado, buscando una señal en el agua cristalina. Hallé al erizo camuflado entre la arena. Por el tamaño de sus púas, debe haber sido un ejemplar adulto.

Llegué a la orilla dando pasos cortos. Me senté y pude ver tres manchas negras en la zona del arco, como piedritas que se hubieran pegado. Intenté agarrarlas con las uñas sin éxito. Presioné con los pulgares alrededor de ellas pero era imposible. Eran los extremos de las púas quebradas y enterradas hasta quién sabe dónde.  Me quedé quieto intentando aprender algo de aquel dolor. No supe qué hacer. No tenía seguro médico. ¡Los inmigrantes ilegales no podíamos darnos el lujo de enfermarnos! Maldije al majestuoso cielo de Miami.

Rengueé hasta mi Subaru viejo. Manejé por la calzada Rickenbaker presintiendo una nube negra en mi futuro. Apenas podía presionar el embrague con los dedos del pie. Me detuve en el peaje, conté mis pocos dólares de reservas. Necesitaba pagar el alquiler de un departamento pequeño localizado en el barrio de los negros y los latinos pegado a Coconut Grove. Para trabajar necesitaba quitarme las púas.

Llegué, me duché y lavé las heridas con jabón. Tomé dos pastillas de diclofenac. Apliqué hielo pero no había manera de detener la hinchazón. La temperatura del pie había aumentado. Las púas comenzaron a producir un líquido viscoso. Me quedé echado en la cama con la pierna sobre un almohadón. No almorcé. Por la tarde llamé a Lucas para contarle. Mi mejor amigo había venido de San Martín de los Andes. Diseñaba pabellones para las ferias de turismo (es un arquitecto muy talentoso). Propuso pedir permiso a su jefe para socorrerme. Me rehusé. Le mentí que tenía todo controlado. Llamé a Stefano´s para avisarle al gerente mejicano que no podría trabajar hasta que salieran las púas. Hizo silencio. Por unos segundos creí que ofrecería ayuda. Entonces me dijo que no vuelva.

No me afectó ser despedido. Me preocupaba el pie. Latía con fuerza y había aumentado de tamaño. Unas aureolas coloradas crecían alrededor de las púas. No me animaba a tocarlo. Llegó la noche y lo decidí. Me coloqué una zapatilla en el pie derecho y dejé el izquierdo descalzo. Fui saltando hasta el Subaru. Pregunté a unos vecinos por un sanatorio. Uno de ellos me explicó el camino hacia el Mercy Hospital. Manejé unas diez cuadras, bajé en el estacionamiento y fui dando saltos hasta el área de emergencias. Una recepcionista pelirroja y mal agestada me tomó los datos. Le expliqué que no tenía dinero, seguro médico o recibo de trabajo. Negó con la cabeza y me pidió que firmara un pagaré en blanco. Eso hice. Dijo que la deuda llegaría a mi domicilio.

—Es mejor esperar sentado por el turno en la sala de emergencias —aconsejó.

Escogí el último asiento de la hilera. Saqué un pañuelo del bolsillo y limpié las heridas. Inspiraba, contenía el aire y soltaba unos soplidos con la ilusión de controlar las punzadas. Enfrente mío, una mujer negra de unos treinta años ocupaba dos asientos. Un linyera caminaba sin parar alrededor de la sala y rascaba frenéticamente su cuerpo plagado de erupciones. Otro llegó a emergencias en una camilla. Su rostro bañado de sangre se deformaba con gestos de dolor. Le habían colocado cuello ortopédico. Su fémur se veía fracturado con trozos de jean mechados en la carne viva. Tardaron en acarrearlo de ahí.

Me cambié de asiento aunque la sensación de naufragio permanecía. Algunos apuntaban su mirada hacia la nada y se mostraban ajenos a todo, como vacas esperando el mazazo final. La luz fría de los tubos fluorescentes acrecentaba mi angustia. Pasaron dos, cuatro, cinco, seis horas. La Miseria nos rondaba envuelta en harapos ocultando su pronóstico. Cambiaba de rostro y vestimenta de acuerdo a los matices de la desolación humana. Habíamos quedado atrapados en los intestinos del sistema. ¡En el colon! Negros, pobres, latinos ilegales, ingenuos optimistas, viejos desahuciados y, seguramente, algún que otro poeta de esos que se llaman a sí mismos librepensadores. De repente tuve terror de la raza humana. ¡Y del american dream!

Pasaron siete, ocho, diez horas y el reloj siguió contando. Mi pie se había inflado como un globo. El pañuelo se había coloreado con sangre y pus. Los ojos me ardían y sentía sed. Una voz femenina pronunció mi apellido y el número de consultorio. El altoparlante repitió el mensaje. Habían pasado trece horas. Me puse de pie. Fui saltando hasta un basurero para tirar el pañuelo. Seguí por un pasillo angosto flanqueado de puertas. El doctor Adlerstein me hizo pasar y sentar en una camilla. Le conté la historia del erizo. Tomó el pie con un gesto de asco. Lo examinó con el ceño fruncido. Me hablaba en inglés y evitaba el contacto visual:

—Amigo, yo no soy podiatra. Tiene que conseguir una cita con el podiatra. Yo no puedo sacarle las púas. Esas púas deben salir urgente.

Le supliqué que las sacara de cualquier manera. Que necesitaba mis dos pies para buscar trabajo y pagar las cuentas. Casi se me quiebra la voz pidiendo que me diera una solución.

— Yo no quiero problemas, amigo. Las espinas del erizo de mar se desgranan como si fueran de barro —explicó—. Tienen veneno. Están muy metidas en su pie. Debe ver un podiatra porque está infectado y podría hacerse una gangrena. Le sugiero que sumerja el pie en agua caliente hasta entonces. Y no cubra las heridas.

Me froté los ojos. Apreté las mandíbulas.

—¿Qué significa que no quiere problemas? ¡Necesito ayuda! ¡Esperé toda la noche! Me han echado del trabajo y no tengo dinero. Soy mozo en un restaurante y los seguros médicos cuestan una fortuna. ¡Qué clase de doctor abandona a su paciente en este estado!

Abrió la puerta del consultorio, tendió su mano hacia fuera y me dijo:

—Lo siento, amigo, pero no puedo ayudarlo. Tengo otros pacientes.

Me bajé de la camilla, lo miré con odio y salí dando un portazo. El nudo de mi garganta bajó hasta el pecho. Salté hasta más allá de la salida. A pesar de las nubes, el día se mostraba luminoso. Mi plan era seguir saltando. Continué rumbo al estacionamiento. Salté y salté hasta que un calambre en la pierna derecha me derrumbó. Tuve suerte de caer en la vereda. Di unos quejidos, apoyé la espalda contra una pared y masajeé el muslo hasta que la molestia cedió. Tomé conciencia del olor ácido que emanaban mis axilas. Los peatones pasaban por mi lado sin prestar atención. Me habrán confundido con un loco que calzaba una zapatilla y se tiraba al suelo para conversar con los misteriosos habitantes de las baldosas.

Una llovizna empezó a mojar mi camiseta. Los automóviles avanzaban en ambas direcciones de la avenida. Mi pie izquierdo se inflaba con cada latido. Parecía tener un corazón aparte. Cualquier lugar quedaba lejos. El estacionamiento. El departamento. ¡Argentina! Llevaba casi dos días sin dormir. Sentía vacío el estómago, la boca seca y un gusto amargo por haber esperado en aquella morgue de muertos en vida para que el doctor Adlerstein diagnosticara mi insignificancia. Deseé que el día se terminara o que un meteorito acabase con Miami. Cualquier médico de mi pueblo hubiera sacado las púas.

No sabía qué hacer y empecé insultar en silencio a los Estados Unidos de América, a su bandera, a su presidente, al parlamento, a los malditos lobistas que abogan por las empresas billonarias de seguros médicos, a los ciudadanos que van a golpearse el pecho a los templos presbiterianos o luteranos o católicos o judíos mientras el resto del mundo se desmorona porque lleva incrustada una gigantesca púa de erizo construida con impuestos de las empresas que fabrican armas y jarabe de alta fructosa. Y ya que odiar me producía falso alivio, decidí dar rienda suelta a mi toxicidad espiritual. Entonces me cagué en cada uno de los habitantes de ese suelo, desde Alaska (deseé que el calentamiento global derritiera sus hogares hasta los cimientos), pasando por el norte y el centro del país con granjeros incestuosos y sus cuellos ardidos por el sol de los sembradíos, hasta el sur con sus mutantes republicanos que creen en el hombre inteligentemente diseñado por algún espectro que nos hizo una broma de mal gusto y guardan el disfraz del Ku Klux Klan planchado y votan a quienes ordenan bombardear países que ni saben pronunciar para conseguir combustible barato para sus camionetas y miran la televisión basura y consumen la electricidad del planeta. No me olvidé de aborrecer a los demócratas ateos, supuestamente progresistas, que se creen iluminados y endiosan la Ciencia con fanatismo blindado y hablan como si fueran ensayos vivientes y se creen cool porque leen a Noam Chomsky y toman prozac para quitarse la culpa de votar por adictos al sexo que ordenan saquear países débiles en nombre de las libertades civiles. Odié hacia todos los puntos cardinales, apretando las mandíbulas y tragando saliva, hasta llegar a México. El vislumbre de la tierra azteca me recordó al manager de Stefano´s y descargué en él (y en todos sus muertos) una andanada de terribles maldiciones armenias. Tuve un momento de confusión: pensé en desatar mi odio sobre el resto del continente pero desistí (¿qué sentido tenía eso?) y elegí canalizar el resentimiento restante hacia un lugar propicio. De modo que imaginé al Gran Cañón del Colorado convertido en una fosa común rellena con médicos (el doctor Adlerstein encima de todos) y recepcionistas frígidas y demás administrativos funcionales al sistema, impulsores de una epidemia de deudas por tratamientos que no curan y solo sirven para engordar el registro de morosos y convertir al inmigrante en carroña y servirlo en bandeja a los peores buitres sobre la faz del planeta: los abogados (a estos les deseé torturas medievales). Sentí que mi odio empezaba a disiparse y probé romper en llanto. Me agarré la cabeza con las manos. Lloré apretando los ojos como queriendo exprimirlos. La llovizna caía sobre mi espalda. De cuando en cuando, las lágrimas reventaban contra el piso. Pensé que esto también pasaría y pronto saldría el sol. Continué llorando con hiperventilación, echándome la culpa por haber viajado tan lejos a encontrar el olvido del hombre. Mi cuerpo pedía llanto, de modo que lloré hasta que alguien tocó mi hombro. Levanté la cabeza. Me limpié los mocos en la manga de una camiseta que llevaba en el pecho el logo de la salsa Tabasco. Un tipo de cabello canoso y bigotes, de unos sesenta años se había parado enfrente mío. Vestía uniforme verde de médico. Me habló amablemente con acento cubano:

—¿Qué tu haces, hijo? ¿Por qué lloras? ¿Qué tienes en ese pie?

Tomé aire. Me sequé los ojos con la camiseta. Le conté la historia del erizo, mis trece horas de espera a bordo del tren fantasma y el atroz encanto del doctor Adlerstein. Me pidió que me tranquilizara porque “hijo, no es el fin del mundo”. La mirada detrás de sus lentes transmitía calidez. Dijo que trabajaba en el Mercy Hospital. Y que podía ayudarme porque era doctor. Me ofreció su mano para levantarme.

—Le advierto que no tengo un peso.

—Lo que menos me preocupa es tu dinero. Ese pie se puede complicar. No hay tiempo que perder.

—¿Usted es podiatra?

—Yo voy a quitarte esas púas. Vamos a volver por ese sendero hasta mi consultorio. Apóyate en mi hombro.

—¿En serio?

Me levanté con algo más de ánimo. La llovizna tropical se detuvo. Me apoyé en el hombro del médico y fui saltando hasta atravesar una puerta que llevaba un cartel plateado: “Lázaro Lima, M.D. Surgeon”. Los diplomas sobre la pared acreditaban que era cirujano cardiovascular. Había adornado un escritorio con fotos de niños y jóvenes. Podrían ser sus hijos y nietos. En otro retrato se abrazaba a una mujer rubia. Me hizo acostar sobre una camilla. Mientras yo evaluaba la situación, preparó una bandeja con una jeringa y gasas empapadas en yodo. Sacó guantes de látex de una caja, se los colocó y me limpió el pie con cuidado. Preparó la anestesia. Levantó la jeringa. Empujó el émbolo hasta que un par de gotas de anestesia se desbordaron por el extremo de la aguja. Se ubicó enfrente del pie.

—Gracias doctor por lo que está haciendo.

—Aún no hice nada. Intenta relajarte.

—Respira hondo, hijo.

Eso hice. La aguja se hundió en la carne y contraje la pierna. Di un grito que debe haberse escuchado afuera. No podía especificar qué parte del pie me dolía. El doctor dejó la jeringa en la bandeja. Esperó un par de minutos y me preguntó el nombre, cuándo había llegado a Miami y dónde trabajaba. Me alcanzó un vaso de agua de un expendedor. Lo tumbé en mi garganta, le agradecí. Se me ocurrió preguntarle algo:

—¿Usted nació en Cuba?

Con la punta del dedo tocó la planta para comprobar si la inyección había hecho efecto. Volví a contraer la pierna.

—¿Te duele mucho?

—Me duele igual que antes.

—Nací en Cuba. Mi familia es de la provincia de Cienfuegos, adonde yo era cirujano. Llegué a Miami a los treinta años, en junio del año ochenta.

Fue hasta su escritorio, tomó el teléfono y pidió que envíen dos enfermeros. Me explicó que la infección había bloqueado la anestesia. Llegaron más rápido de lo que pensé. Les pidió que se ubicaran a uno y otro lado de la camilla para sujetar mis tobillos. Eso hicieron.

—Vas a tener que confiar en mí —dijo el doctor —. Intenta no moverte así puedo trabajar.

Mi corazón bombeaba con fuerza. Los instrumentos producían un ruido metálico cuando los acomodaba sobre la bandeja. Yo quería colaborar aunque no sabía cómo. Mordí la manga de mi camiseta. Los enfermeros apresaban mis tibias y me daban la espalda (he olvidado sus rostros, recuerdo la tela azul de sus uniformes). El cirujano se ubicó a mis pies. Cerré los ojos, apreté los dientes. Me encomendé al cosmos. Empuñó el escalpelo y lo hundió. Grité con todo el poder de mis pulmones. Tomó una gasa yodada con la pinza, limpió la herida y la desechó. Las gotas de sudor caían por mi rostro. Había rasgado la camiseta con los dientes. Repitió la operación. Les hizo una señal y los enfermeros volvieron a sujetarme. Escarbó en la herida con la pinza. Retiró la púa. Escuché el tintineo cuando la soltó en la bandeja.

—Ya sacamos la más grande.

—No puedo más.

—Sí que puedes.

Cerré los ojos. Esa vez sentí el escalpelo en la rodilla. Grité más fuerte. Deseé poder desmayarme. Temblaba y me tomaba la cara con las manos. Quitó la segunda púa. Limpió la herida con la gasa. El sudor caía sobre la camilla. Quitó la última. Se acercó hasta la cabecera y me mostró la bandeja. Me sorprendí por lo enorme de las púas. Me dio una palmada en el hombro. Se rió y bromeó:

—Pensé que los argentinos eran más duros. En un par de días vas a poder pisar como si nada.

Hubiera querido contestarle con humor cordobés pero la adrenalina había anulado mi capacidad de ironizar. En vez de eso, lo agarré del brazo. Lo miré para decirle algo significativo en señal de agradecimiento. Tampoco me salían las palabras. Supongo que me entendía porque sonrió. Agradeció a los enfermeros, los saludó y se fueron.

—Yo también sé lo que es estar lejos de casa.—Se untó ungüento en el dedo índice— ¿Escuchaste hablar del puerto de Mariel?

Negué con la cabeza. Embadurnó la planta del pie (el ungüento olía horrible). El dolor había disminuido a pesar de las heridas. El doctor Lima contó que su papá había sido aviador y fue perseguido y encarcelado por el régimen castrista.

—En el año ochenta Fidel dejó salir de Cuba a más de ciento veinte mil personas del puerto de Mariel. Viajé con otros setecientos cubanos en un barco pesquero. Se llamaba Red Diamond. Tenía el casco pintado de rojo. Hay días en que pienso en los que quedaron allá y me entra la nostalgia. Quisiera volver pero no se puede.

Pegó unas gasas con una cinta de papel. Sugirió que me las quitara para dormir y mantuviera el pie limpio. Buscó antibióticos en un estante. Los puso en una bolsa junto con el ungüento. Fue hasta su escritorio, escribió indicaciones en un papel y me lo entregó. Lo guardé en el bolsillo sin leerlo. No necesité agradecerle por su generosidad. Supuse que la vida lo haría por mí. Nos despedimos con un apretón fuerte de manos y salí saltando de su consultorio. Presentí que no nos volveríamos a ver…

Afuera, los enfermos erraban por los laberintos golpeando puertas, buscando respuestas, dejando jirones de cordura. Tarde o temprano serían digeridos por el sistema. De cuando en cuando, alguien se elevaría, impulsado por un golpe de suerte, para escaparse de las fauces del Minotauro. Todos (hasta el doctor Lázaro Lima) éramos los ausentes de las postales de Miami, que cubren con un orgiástico artificio de aguas azuladas, lo que yace debajo de la existencia: un campo minado de erizos imposibles de predecir. Al llegar al departamento, saqué del bolsillo las indicaciones y leí lo siguiente:

“Toma una pastilla cada ocho horas durante tres días. Aplica el ungüento cada tanto. Te dolerá y cicatrizará, así como cuando uno se va de su país. Si amas, la vida es buena. No te olvides. Lázaro Lima”

Aún conservo la receta.

Erizo_Diadema

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35 respuestas a Life is good

  1. Excelente narrativa, como siempre Amigo. Viví cada instante, leyendo esta edición, y comparé el diálogo mantenido con la recepcionista y el Dr. Adlerstein con la conversación mantenida con Don Tamashiro a bordo de su BMW (conversación como calle mano única). Gracias por compartir tu talento a través de tus escritos. Somos protagonistas principales de tus historias.

  2. ger dijo:

    Muy bueno!!! un abrazo!!

  3. Buenísimo, como siempre!

  4. chichí dijo:

    Querido hijo : termino de leer tu último cuento . Al pensar que es realidad lo sufrido me duelen los ovarios ,por ser mamá de quien sufrió tanto como lo describes . Magistralmente . Aunque no te gusta que te lo diga , te digo que tienes Talento de escritor . El médico cubano habrá recibido bendiciones porque , como siempre me dices :» lo bueno o malo que se manda al universo , vuelve de la misma manera .» beso

    • Mamá, acordate que las narraciones son ficción a no ser que esté expresamente indicado. Pero te agradezco que te hayas enganchado y tus comentarios siempre atinados. Te quiero. Besos

      • chichí dijo:

        Los personajes de tus cuentos cobran tanta vida que salen de ficción y se manifiestan por si mismos .Sucede por ejemplo en la obra de teatro de Pirandello «Seis personajes en busca de un autor «. No sé si la leiste .

      • La leí pero mucho antes de quedar medio “Pirandelo»!!!!! Jeje Besos Madre

      • vanina dijo:

        me atrapo la historia, juro que no me gusta la lectura, y no podia dejar de leer!! vivi esas experiencias y es tan cierto como lo contas. hoy le tengo miedo a la Argentina por la situacion en la que estamos pasando,pero ayer le tenia miedo a la migra,a la policia y al red neck que teamenasa con llamar a la migra.

      • Que bueno que te haya atrapado aunque no te guste leer! GRacias Vanina, un abrazo y veo que has estado en ese lugar, como el personaje…

  5. Carmela dijo:

    Eduardito , me pareciò escuchar tus gritos de dolor , repito, sos màgico al transmitir tus sentimientos. te sigo siempre. Un abrazo.

  6. Ale dijo:

    Si tuviste que ser picado por un erizo yanqui para darte cuenta de la mentira del sueño Americano, bienvenidas las púas. No debe ser casualidad que las sacara un cubano disidente. De cualquier forma, que suerte que ni en Frías ni en Deán Funes hay erizos. Y lo más importante, que bueno que mejoraste rápido, para no tener un problema sexual serio, porque ya lo dice el dicho: Quien mal anda,………….Abrazo hermano!!!!!!!!

  7. Como de costumbre, leer lo que escribís me hace sentir protagonista de la historia. Un placer. Que la vida te devuelva los momentos que das. Abrazo.

  8. Roberto dijo:

    Dios Me Libre De Los Erizos, Pero Que Bello Relato, Me Traslade Hasta Alla Y Hasta ME Genero La Necesidad De Ayudarte, Hasta Que Le Deseaste Torturas Medievales A Lo S abogados. En Alguna Medida Somos Parecidos A Los Medicos, Tal Vez Si Te Ven Tirado, Desmoronado, Llorando Te AyuDan, Jajaja, PIPI estuvo Muy Muy Bueno Tu Relato, Saludos.

  9. Yasmin Huespe dijo:

    En todo momento sentí protagonizar la historia. Sentí el dolor, la angustia y el ‘american dream’ resquebrajado . Creo que todos siempre tenemos un erizo en el pie que trae problemas pero que nos enseña y nos deja algo valioso siempre, como su conexión con Lázaro Lima. Primera vez que leo sus narraciones. Encantada de continuar leyéndolas.

  10. Sil dijo:

    Querido Amigo! Maravillosamente entretenido!!! Nos trasladas a vivir tu historia tanto, que al igual que tu madre, sufrí el dolor de las púas incrustadas en tu pie!! Y pensé …porque no llamo a su madre para que lo auxiliará en vez de maldecir tanto!!!! Jajaja Gracias por compartir tu talento!

  11. Sole dijo:

    Que increíble historia, todavía me qdo en el pie la sensación de esas púas!
    La verdad q después de un día tan largo no hay nada mejor que llegar a casa y sumergirme con tan fascinante relató, Gracias x cada una de esas historias q nos atrapan y siempre nos dejan algo en el corazón!
    Un abrazo grande

  12. Javier Turletto dijo:

    Querido Eduardo, increíble tu relato, me hiciste vivirlo en mi mente, que gran historia. Te mando un fuerte abrazo camarada

  13. Carlos Pudo dijo:

    Hola Eduardo, leí el relato y me parecío espectacular, el relato mismo y la situación, alguna vez en alguna reunión escuche un comentario tuyo acerca de lo que es estar sin seguro médico en Miami, pero esto me lo explico más claramente, muy bueno tu relato, un gran abrazo……

    • Que bueno Carlos querido que te haya gustado. Estar sin seguro en Miami es lindo hasta que necesitas un médico…POr eso en Argentina tenemos cosas muy lindas y damos por sentadas. Yo no soy el personaje del cuento, pero también viví allá y aprendí a valorar más nuestra cultura, hospitalaria y cálida. Un abrazo hermano y gracias por tu comentario.

  14. Sole dijo:

    Maravilloso! Que lindo leerte encontrarte en esos personajes que son heroes que no se rinden jamas. Tus relatos tienen esa cosmovision sociologica y espiritual que atrapan hasta el final.
    Gracias sos un grande!
    Abrazo

  15. Pedro dijo:

    -Maldiciones armenias-

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